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Auto-prólogo.—
Negar que existe un virus que antes no existía —se supone— y que ocasiona a la salud daños mayores que los comúnmente padecidos, es de idiotas.
Pero también lo es llamar “negacionista” a cualquiera que ponga una mínima objeción a lo oficialmente asumido, a las medidas tomadas y a la absurda tendencia a concentrar todos los males de la humanidad en él y en la remota posibilidad de contraerlo y morir.
Dedico pues el escrito que prosigue a todos aquellos expertos, directores, responsables, jefes y tertuliano-periodistas que desde preciosos despachos y platós, inscritos en corporaciones de carácter estatal o privado y percibiendo cantidades muy superiores a las que percibe el ciudadano medio, amparados en una “esencialidad” que les garantiza el que en ningún caso verán limitados sus movimientos, piden ahora mi confinamiento domiciliario.
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PR O F I L A X I S.—
Todos los vecinos del rellano (o quienes sean esos entes con los que a veces coincido) pulsamos el mismo botón para llamar al ascensor. Y una vez en la cabina, el mismo también para bajar. El Sr Schindler fue muy bueno con los judíos pero torpe fabricando ascensores.
Si me dirijo al parquin sucede algo similar. En ese caso habré de traspasar una puerta cortafuegos cuya apertura requiere el auxilio de un levantador de piedra de Arreguimendi. Y dado que el cierre centralizado de mi coche falla como un delantero zaragocista, es habitual que termine abriendo el vehículo girando la llave.
Sin dejar de hablar del coche, ayer estacioné en una calle bastante transitada. Se apoyó en él un empleado de FOCSA, el repartidor de AMBAR y la vigilanta que me multó por los dos minutos de exceso. A los que debo añadir a una treintena de alumnos del IES Álvaro de Marichalar, destacando entre ellos el Iván y la Rebe, quienes a la vista de las marcas dejadas en el capó debieron de copular frenéticamente sobre él sobre de tres a cuatro veces.
Es cabal el que yo asuma, por ser éste de mi propiedad, los niveles de contaminación del vehículo. Ahora bien, sin ser mía la maquineta del parquímetro a diario me llevo medio kilo de los microorganismos a ella pegados al manipularla para introducir las monedas, que suelen ser las que me devuelve la panadera que me vende la palmera de coco. Desconozco quién con anterioridad le ha rallado el coco a la mujer.
Ya en la oficina el protocolo exige que firme en una lista con el bolígrafo que el empleado de seguridad mantiene atado de un cordel. Lleva publicidad del club de carretera “Agatha Vicious” y está mordido, ignoro en qué circunstancias.
Tras otro ascensor y un par más de botones y puertas, llego al fin a mi espacio de trabajo. Mi primera actividad consiste en localizar una silla, ya que en el contrato de la limpiadora figura la obligación de llevarse la mía cada noche al extremo opuesto del edificio. Obtenido ya un asiento —sólo hay una posibilidad entre veinte de que sea el de Ledesma, recientemente de baja por sífilis—, si dispongo de unos minutos puedo tomar un café de la máquina. Su mantenimiento lo realiza semanalmente señor con patillas, uñas largas y mostacho que siempre viste un chándal de la Legión y botas camperas con la punta de hierro. Es él quien posibilita el que la máquina erogue un extracto oloroso y de color marrón, surtiéndonos además de azúcar, chocolate y vasitos. En cierta ocasión le pregunté por el proveedor de dichos productos, y no quedaba lejos, en cierta región de Turquía. También acostumbro a extraer de la máquina un botellín de agua “Vall de les Espardenyes”, manantial ubicado en la provincia de Gerona cuya planta embotelladora por razones de logística se halla próxima a Cuzco.
Respecto a mi trabajo, consiste en manipular cientos de folios, cartulinas, cartoncitos y carnés de procedencia diversa que en algún momento del pasado siglo pertenecieron a personas vivas y es frecuente que posean improntas de líquidos y geles; sangre, bebidas espirituosas, leche materna y otros flujos, así como trazas de las diversas cocinas autóctonas.
Puesto que en algún caso este material antes de ser procesado exige un duplicado, al menos un par de veces al día la multicopista se queda sin papel. Entonces se ha de dirigir uno al almacén, que se halla al extremo de un pasillo decorado con posters de la basílica de Covadonga. La llave del almacén acostumbramos a dejarla bajo el poto de Angelines (se trata de una planta). Una vez en su interior (en el del almacén) alcanzar el stock de folios implica apartar cajas contenedoras de artículos variados otrora trabajados por la empresa; bustos de yeso de …., catálogos de lencería de la firma “Dña Carmen Polo” o discos regalo de una marca de pacharán con jotas navarras interpretadas por la Royal Philharmonic.
Previendo el que te toque abrir un envío nuevo de papel dejamos a mano un cúter del que se podrían obtener muestras de sangre de toda la plantilla, no sólo de la actual sino de la correspondiente al año 1971, cuando la empresa inició su actividad. Dado que el pedido en su día fue envuelto en plásticos por un eficiente operario de la planta de celulosa de Pongliang, en la región de Zansú, es frecuente que procedentes de las orillas del Yang Tsé entre el embalaje aparezcan larvas y huevos de reptiles jamás vistos en Europa.
Otro detalle desagradable, una vez cerrado el almacén, es tener que sujetar la oxidada llavecita con la boca al regresar cargados con los folios. Sé de un par de compañeras voluptuosas que se meten la llave en el escote. Lo malo es que se les olvida y cuando van a hacer pis se les cae dentro del inodoro.
Hablando de ese tema, los escáneres de los que nos valemos han de ser reconfigurados continuamente, no pudiéndose evitar el que en el teclado digital aparezca una ligera capa de grasa humana que Ramírez Puig, un compañero amabilísimo, limpia con saliva. De no hallarse él presente (por desgracia posee una salud muy delicada) nos valemos de un trocito de papel higiénico.
Jacinto es el encargado de que no falten los rollos en los dispensadores del lavabo. El papel higiénico que gastamos es de una popular marca bielorrusa que exporta excedentes de la época soviética. En el logotipo sale Yuri Gagarin defecando en órbita. Jacinto es el responsable de todas las cosas que giran; los pomos de las puertas, las llaves, el microondas, el reloj de pared, los lectores de CD, y desde que hizo un cursillo on-line, también del desfibrilador, aunque no lo entiende bien porque no gira.
Quede claro que no pretendo con esta descripción dejar en mal lugar a la organización para la que trabajo. A la que no considero una excepción. Sé que habrá quien sugiera que esta serie de pequeños riesgos para la salud se neutralizarían si cada uno de los objetos que cito fuese desinfectado tras su uso. Sin embargo el desfase en tiempos que ello implicaría sería inasumible por la empresa. Y es aquí cuando es preciso recordar a los pijos, tanto a los de derechas como a los de izquierdas, que la dinámica de la mayoría de las pequeñas empresas españolas difiere mucho de las de otras un poco mayores, como lo son la ONU, la NASA, el Excelentísimo Ayuntamiento o el Ministerio de Justicia.
En referencia a aquellos compañeros que recurren a diario al transporte público, obvio enumerar la lista de inevitables contactos físicos inherentes a su uso. Los buses urbanos no poseen la capacidad del Costa Concordia y es irremediable el que los pasajeros no sólo se toquen sino que se froten o casi se fagociten.
Como método rápido de desinfección la práctica del nudismo ayudaría. Pero no nos apresuremos a apostar por tal sistema movidos por su aparente atractivo. Éste se reduciría a un escaso 10% de la población activa y jamás compensaría el trauma provocado por la contemplación del 90% restante.